domingo, 17 de febrero de 2008

Matadragones

10 enero 2007

Matadragones

"Matas un dragón y ya te llaman matadragones."
El pequeño Groel le miraba con unos ojos enormes, azules, llenos de curiosidad y tan faltos de maldad como de estrellas el día. Temía haber hecho enfadar al señor mayor al que todo el mundo se dirigía con reverencias, pero, como bien sabían sus nietos era así cómo empezaba su historia favorita. Bueno, su única historia.
Un nuevo día empezaba para Will. Entrenar, comer, entrenar, maniobras, comer, guardia nocturna. Con 16 años, así era la vida en la academia. Pero sabía que era por algo, trabajaba para ser algo. No sabía qué, pero sentía que estaba en camino.
El rey paseaba en el castillo, escuchando los gritos de los muchachos que se entrenaban en el patio de armas, recordando los viejos tiempos, cuando no era más que un joven lleno de sueños y con demasiadas ganas de blandir la espada. Cansado y magullado de tantos golpes con las espadas de prácticas, el joven Will casi no se tenía en pie. Era su orgullo lo que le impedía escupir la sangre que manaba de su boca y caer inconsciente al polvo. Su oponente era más fuerte y experto que él, pero estaba convencido de poder tumbarle. Entonces el jovén escupió sangre y cayó al suelo. En realidad había mejorado mucho, aunque nunca es suficiente. Siendo el tercer hijo de un noble menor lo único que podía hacer para conseguir algo de fortuna era entrar en el ejército. Como tercero había aprendido a ser modesto en sus aspiraciones. Pensaba en llegar a un rango aceptable en el ejército, dónde ya no tuviera que manchar su espada para luchar por su rey.
El rey paseaba, ocioso, mejor dicho, aburrido. No se le permitía bajar al patio de armas, pues decían que distraía a los muchachos, no podía salir del castillo si no era con un regimiento como escolta y la reina no le necesitaba para los asuntos de estado, ya que como consorte no tenía mucho más poder que un noble de la corte y sus consejos no eran apreciados como los del más novato ministro. Los criados no podían hablar con él, sólo podían escuchar órdenes, aterrados y con la cabeza gacha. Nunca entendió porque era así. Tampoco estaban en el castillo sus nietos, y cuando estaban tenía la sensación de que le rehuían. Con la única persona que había hablado últimamente era con el pequeño Groel, pero se aburrió pronto y se fue a cazar gatos.
El joven Will estaba dolorido por los golpes, hoy le habían dado más de la cuenta. Pero no le importaba. Soñaba con hacer grandes cosas con su espada y para ello necesitaba el entrenamiento. De algún modo le hacía sentirse útil y vivo. Además les trataban bien, como futuro militar permanente del reino se ocupaban de que estuvieran bien alimentados. En las mesas del comedor había mucho ruido y de vez en cuando alguien lanzaba trozos de pan usando las cucharas como catapultas en miniatura.
El rey miraba desde lo alto de la torre del homenaje. Contemplaba su reino. Bueno, el reino de su esposa, en realidad. Miraba las aves que revoloteaban en busca de carroña y sintió un poco de envidia. Tenían algo que él no. Un sirviente vino a decirle que se le esperaba en el comedor, así que bajó a reunirse con su esposa. Un festín de cinco platos, y nunca comía más de dos, tal vez tres. Querría evitar ese desperdicio, pero la reina lo quería así. Cada uno sentado en un extremo de la larga mesa. Demasiado lejos como para hablar sin elevar la voz y parecer un rey sin modales. La reina lo regañaba muy duramente si faltaba a la etiqueta real. Recordó cómo era la primera vez que la vió. Tan indefensa y asustada. Demacrada por la pena y el terror, pero aún así le pareció la persona más bella del mundo. Tal vez lo era. Cuando le miró su mirada era de una persona desvalida, como el cervatillo blanco que ha sido capturado y se encuentra al cazador. Después esa mirada cambió por una de esperanza y gratitud. Se preguntaba para que querría el dragón a aquella muchacha.
De pronto hubo una reunión. Algo había pasado. No era normal que los convocaran antes del alba. Los oficiales parecían nerviosos, los soldados desconcertados, los cadetes, entre ellos Will, simplemente desconcertados. Por fin apareció el comandante de la Guardia Real.
"¡Señores! Sois la Guardia Real, se supone que sois la elite, pero la escoria de la elite. ¿Cómo puede dejar la Guardia Real que rapten a un miembro de la familia Real? Así es, han raptado a la princesa, hija única y heredera del trono. Así que debemos rescatarla. Organizaremos grupos y batidas, nos dividiremos en equipos de..."
Will se sintió culpable y se propuso enmendar el fallo de toda su hermandad si tenía la oportunidad. Decidió que no tendría miedo ante nada. Haría bien su trabajo. Para él eso era lo realmente importante.
Mucho antes del amanecer el Rey se levantó de la cama y fue a la biblioteca. No podía dormir. Cuando no podía dormir, se pasaba allí la noche, leyendo. Leía sobre heróes de la antigüedad. Leyendas que tanto le atrajeron en su juventud. Todos aquellos héroes, todas aquéllas historias, tan grandes, tan impresionantes, con las que tanto había soñado, ya no eran para él más que una pesada carga. Todas acababan igual, con el héroe poseedor de una ínsula maravillosa, llena de tesoros y de sílfides. Y eso era todo. Juzgaban a una persona sólo por una cosa que habían hecho en la juventud. Nada más. No había huesos detrás de aquellas historias, sólo la fragancia de la leyenda. En la mesa siempre estaba el mismo libro, abierto por una página al azar.
Will fue asignado a una de las patrullas, pese a que le faltaban algunos meses para ser miembro de la Guardia. Sus informadores les habían indicado una cueva en la cara oculta de la Montaña de Evol, pero tenían demasiado miedo como para guiarles. Después de una dura caminata, sobre todo llevando su equipo y armas a cuestas llegaron a la cueva. El capitán les ordenó que se preparasen para el combate y que no hiciesen ruido. La cueva era enorme, pero negra como el corazón de las tinieblas. Algo hacía pensar que no siempre había sido así. Era como si hubiesen... ampliado la puerta. Entraron sigilosamente. Los novatos iban cerrando el grupo.
Todos aquellos héroes, juzgados por la historia casi como dioses, ¿eran reales? Muchos habían existido, pero él sabía como nadie como puede la gente tergiversar las cosas cuando se trata de contar historias. No creía que Selteab, el legendario fundador de la capital midiese casi tres metros y ni que pudiese levantar un buey sobre su cabeza. Pero él había existido. Estaba enterrado en alguna parte. Noki, el Deshechizador, que libró a su reino de las Cuarenta Plagas al acabar con la Bruja oscura Alua, probablemente no derrotó él sólo a un ejército de mil guerreros esqueleto. Pero sus ejércitos sí que vencieron a los de la Duquesa Alua. Se preguntaba que habían hecho después de sus hazañas. Probablemente lo mismo que él, engordar hasta morir. Sólo que ellos no eran además el zángano de su reina.
Primero hubo unos rugidos, y luego una llamarada. Algunos de sus camaradas perecieron en el acto. Otros morirían a causa de las heridas. Los que fueron suficientemente rápidos huyeron, los que no sirvieron de aperitivo al dragón. Will no. Will había decidido que no huiría. Nunca pensó que tendría que enfrentarse a un dragón. Pero no huiría. Estaba bien escondido y el dragón estaba entretenido con sus nuevas provisiones. Will, de pronto, tuvo una buena idea.
Cuarenta años. Llevaba cuarenta años. Cuarenta años viviendo de algo que duró menos de cuarenta segundos. Se preguntó cómo hubiera sido su vida si hubiese huído como los demás. No habría tenido que contar la misma historia miles de veces. No hubiera tenido que soportar las zalamerías exageradas de aquellos que le consideraban un dios. Habría sido, tal vez una persona, y no un objeto de adorno que luego se escondía para que su leyenda fuese más intensa. Tal vez habría vivido más, si no hubiese alcanzado su momento más importante antes de poder afeitarse. El hecho que marcó su vida también se la arrebató. Cerró el libro "Historia del Audaz y pronto Rey Ser William Matadragones".
"Ojála no hubiese matado al maldito dragón"

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