domingo, 17 de febrero de 2008

La torre de Cristal

30 diciembre

La torre de Cristal

"...and the trumpet shall sound..."
"... and the dead will raise incorruptible..."
"... and we shall be changed..."
Vestido con una sencilla túnica, Mepht're caminaba con paso seguro, flanqueado por los fieles guardias de su padre. No fue hasta que llegó cuando alzo la vista para contemplarla. La torre de cristal. Una impresionante estructura, la más alta que había visto jamás. Según decían era de las más altas que se habían construido. Parecía querer desafiar a los mimsísimos dioses. De hecho, algunos aseguraban que era morada de algunos de ellos. El sol se reflejaba de mil maneras en la límpida estructura, mostrando facetas ocultas a los ojos mortales. Pero no se podía ver su interior.
Ya estaban todos, los tres candidatos, los tres pueblos. Uno en cada puerta. El anterior guardián había muerto hacía pocas lunas y era la hora de sustituirlo. En el más opresivo de los silencios el cabecilla de su gente le quitó las sandalias y le ató los antebrazos con el cepo tradicional. Era una manga de cuero tachonado que le impedía separar los brazos. Por alguna extraña razón los dioses habían pensado que no era suficientemente difícil y peligroso subir las resbaladizas y traicioneras rampas de la Torre con calzado y los brazos libres. Solía costar varias vidas que el elegido por los dioses llegase a la cima. Pero esto no parecía importarle a los pueblos, que sacrificaban gustosos a cuantos hijos fuese necesario. Grande sería su alegría si el superviviente era de los suyos. Las muertes no contaban.
Por fin el cabecilla le condujo a su interior. Sólo ellos dos estaban autorizados a entrar a la antesala. En las otras dos puertas se repetía el mismo ritual. El jefe abrió la puerta de la rampa. Miró a su padre mientras éste cerraba la puerta y le dejaba solo. No sintió nada. Ante él la rampa. Sin barandillas, completamente transparente y levemente curvada parecía una trampa mortal hecha de hielo. Avanzó un pie. La rampa estaba fría como el hielo. Empezó a tener mucho frío, como si estuviese trepando un témpano de hielo. Empezó a subir. Aquello era resbaladizo como el hielo que se empieza derretir. Pero aunque pareciese hielo y sintiese como el hielo, no podía serlo. Los ancianos decían que era de cristal, y de cristal sería.
Paso a paso, un pie detrás de otro. Nunca parar, nunca descansar. Estuvo subiendo demasiado tiempo, hasta que vió otras dos rampas que se desplegaban enrollándose en el interior de la torre en una sintonía perfecta. Sólo entonces se dió cuenta de que veía a través de la pared, aunque desde fuera no le pudieran ver. Estaba lo suficientemente alto como para ver a los tres pueblos que se habían congregado en tres rincones del valle. Entonces miró el abismo que había a su lado. El vertigo le atacó como un asaltante en la noche. Se tiró en medio de la rampa temblando de frío y miedo.
Estuvo así hasta que escuchó un ruido. Levantó la cabeza y vió a otras dos personas subiendo por las otras rampas. Vestían igual que él, cepo incluido, pero sus ropas eran azul y verde, y no blancas como las suyas. Se levantó cuando llegaron a su altura y se estuvieron observando un rato. Entonces empezaron a andar, al unísono, sin dudar, sin mirar atrás. Caminaron sin pausa, sin distraerse, sin preocuparse del camino. Y las rampas les llevaron a una sala.
Allí estaban los tres, de rodillas en torno a una mesa de cristal. Se miraban y no se decían nada. Mephet no sabía si hablarían su idioma. No sabía que clase de salvajes podían ser. Estuvo allí compartiendo el silencio hasta que se acordó de su misión. Debía llegar hasta la cima para ser el Guardián de los Secretos o perecer en el intento. Pero sólo uno de ellos podía ser el elegido. ¿Cómo podía ser aquello si eran tres? De todos modos no parecía aquella sala la cima de la torre. Realmente estaba confuso, como lo parecían sus homólogos. Tendrían su edad, si no menos. Uno de ellos no tenía barba. Se preguntó si era tan joven como para eso o si tal vez era una deformidad de su pueblo o una costumbre bárbara.
Entonces se fijaron en la puerta que había al fondo. Lo extraño fue que no se fijasen antes. Entraron por ella y vieron una plataforma triangular que pendía de tres cuerdas. Se subieron porque sentían que tenían que hacerlo. Al rato uno de ellos, el imberbe, tiró de la cuerda. La plataforma se inclinó tirándolos al suelo. Se levantaron como pudieron y volvieron a colocar la plataforma en su sitio. Tirándo al unísono subieron un centenar de metros. Si se hubiesen descordinado habrían caído al vacío.
En la siguiente sala había comida y bebida. Intentáronlo pero no podían comer con los brazos rígidos. Entonces uno de ellos le acercó comida a la boca. Se alimentaron mutuamente. Saciados se echaron en el suelo transparente y durmieron. Pasado un tiempo que no era capaz de calcular se despertaron simultáneamente y se levantaron los tres a la vez. Había llegado un momento que sentía los otros dos formaban parte de él, que eran un todo. Eran sus brazos liberados de nuevo.
Llegaron a una gran puerta. No se podía abrir de forma manual. Había dos cuerdas, una en cada esquina de la pared opuesta. Mientras pensaba en qué querrían de él los dioses los otros se dirigieron cada uno a una cuerda y tiraron al unísono. La puerta se abrió. Pero cuando soltaron sus cuerdas se cerró otra vez. Sin decir nada volvieron a tirar de sus cuerdas, pero esta vez esperaron.
Mephet no sabía que hacer. Intentó hablarles pero ellos no parecieron oírle siquiera. Estuvo horas intentando pensar en algo, pero no se le ocurrió nada. Registró la habitación pero no había nada. Entonces miró hacia arriba y vió que el techo estaba formado por estalactitas, pero de cristal, transparentes. Ahora sí que no se atrevía a pasar. Agotados sus compañeros soltaron las cuerdas. Vió como el techo bajaba una cuarta.
Decidió hacerse con una cuerda, no sería él el Guardián, ellos se lo merecían más. Pero al verle tiraron otra vez de sus cuerdas. Estuvo horas esperando, pero ellos no se rendían. Desesperado se rindió. Cruzó la puerta. Miraba a sus compañeros cuando de pronto el cepo se soltó. Entonces sus otros brazos soltaron las cuerdas y se cerró la puerta. Ya era el Guardián. Pero no se sentía aliviado, ni contento, ni realizado, ni mejor. Se sentía terrible por haber sido él quién había pasado. Pero cumpliría con su deber. Se lo debía a su pueblo, y sobre todo, se lo debía a sus brazos.
Entonces se oyó un ruido tremendo, como si se hubiese caído el techo en la sala contigua. Las lágrimas aparecieron en sus ojos.
Los dioses son crueles a veces.
Las lágrimas de Mephet reflejaban una luz rojiza cuando éste se echó a llorar en el suelo.
¿He dicho ya que la puerta era transparente, cómo todo en el interior de la torre?
Los dioses son muy crueles el resto de las veces.

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 Aunque el blog esté cuasi abandonado, creo que merece la pena hacer el post de todos los años. Al menos uno, que luego siempre es interesan...