Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo existía un reino del que nadie se acuerda del nombre, de dónde está o cuándo desapareció.
Este reino era un país como otro cualquiera, con sus habitantes, sus fronteras, sus conflictos, su rey y sus señores.
Tras una época en la que se sucedieron muchas revueltas, algunas de ciudadanos hambrientos y otras de señores con deseos de más poder, el rey encontró la que debía ser la solución a todos los problemas. Decidió que iba a prohibir el nombre del país. De este modo, la gente no sabría exactamente a quién debían protestar. Con el tiempo, ni aldeanos ni señores se acordarían de tiempos mejores ni de héroes o leyendas que les infundieran el valor de levantarse. También se olvidarían de que tenían un rey contra el que rebelarse o un reino que repartirse.
Pasó el tiempo, y poco a poco, generación tras generación, el pueblo se tornaba manso y los señores se aferraban a las tierras que sabían suyas, pues no sabían que había fuera de ellas y concentraban todos sus esfuerzos en mantener contentos a sus ciudadanos. El nombre se difuminaba.
Pasó más tiempo, las estatuas se cayeron, los carteles se borraron y los templos se derrumbaron. Las leyendas se apagaron, los héroes se marcharon y los dioses murieron. La historia se olvidó.
Pasó más tiempo. El reino desapareció sin dejar rastro, como una bola de nieve al sol.
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